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martes, enero 10, 2017

Cartas desde Jerusalén. 1


Estimada Eleazar, te escribo desde el puesto de siembra de Jerusalén, estamos saliendo, al fin,  de   Anoa, situado en el interior de nuestro universo. Hemos estado estacionados  alrededor de un asteroide que gira alrededor de su planeta oscuro y sus tres soles vecinos. Cuando llegamos creímos que la travesía ya había llegado a su fin y que las profecías estaban a punto de cumplirse pero desgraciadamente, el planeta se  encuentra en una etapa avanzada de civilización  y la incursión progresiva de los nuestros ha sido imposible. Quizá aquello de la tierra prometida solo sea un delirio ancestral. Son muchas las veces que tengo que pedir perdón cuando blasfemo de esta manera, pero me pregunto si no hemos perpetuado la guerra de religiones que acabaron con gaya.
Al igual que en el antiguo oriente estamos dominados, como decía Johann (compañero en el ecosistema de cubierta), por el perverso romano que destruyó la ciudad de nuestros padres. El es dueño de todos los medios de producción, y el mismo, los entrega a sus consumidores; y al margen de lo que quieran hacernos creer, tengo la sospecha de que no querrá abandonar el mando.  Ya olvidamos la época en que la práctica de la profesión no obligaba a reverenciar a los sumos sacerdotes, ahora, durante la fiesta de pascua, antes de sacrificar  el carnero y los siete corderos en el holocausto, también debemos sacrificar públicamente un macho cabrío como sacrificio expiatorio por las innumerables transgresiones, exactamente fijadas por el tirano, que conlleva no recuperar la pureza legal.
 A veces se ven verdaderas hecatombes que no disminuyen en nada el segundo diezmo, tantos animales son sacrificados  entre  ambos eventos, que nos vemos forzados a desviarnos de la ruta para abastecernos de las pobres criaturas que secuestramos, puesto que la reproducción asistida no da abasto con semejante masacre y es necesario sustituir las bestias rituales. Ahora  nuestras expediciones comienzan hacia febrero o marzo, siempre en época de lluvias,  y el ecosistema interno recupera algo de vida, pero  la estepa de los montes de Judea (de una extensión de  venticincomil leguas cuadradas) aunque es apta para los rebaños de ovejas y cabras, para nuestros huéspedes resulta letal. Y en el fondo les comprendo. A mí también me mata la estepa sin ti y sin Johann. La última vez que salimos, la MOAB, el nombre en clave de la inteligencia de nuestra nave, detectó en Anoa rebaños nómadas de una clase de cuadrúpedo semejante a los perros de nuestra tierra. Cuando salimos a la superficie del planetoide Johann recitaba con sarcasmo  la antigua prohibición de introducir carne de caballo, mulo, asno, pantera, zorro o liebre. Nos reímos de lo irrelevante y hasta ridículo de la prohibición. Parecía que todas las fieras eran propicias para el sacrificio y nuestro trabajo con ellas no era mejor que el veneno que acabó con la vida marina. Nosotros no éramos mejores que los sátrapas asesinos de nuestro sistema solar ofreciendo cuidados al ganado que sacrificaríamos.
Johann cumplió con su obligación y se dio la media vuelta poco antes de despegar con  los cien ejemplares. No se despidió, marchó entre la vegetación como salió de la matriz, desnudo y llorando. No sé si fue a morir o a nacer de nuevo, solo se incurrió en la incidencia de que sobraba una ración más.  
Se que hace años que se levantaron edificios suntuosos en vuestra base,  y que cada cuatro años se organizaban festivales con grandes espectáculos  de un lujo apenas conocido aquí; y porque el  romano se vio obligado a vivir en un constante temor de sus propios súbditos cuando, dejando de lado vuestros logros, quiso imponer la ley marcial. Lo sé porque  en el pasaje paralelo de Belowjudíacum, nuestro comedor principal;  su copero, el trinchante y su camarero, todos ellos eunucos, y a su juicio inofensivos, explicaban las maravillas de tu nave y deliberaban a gritos si acaso  la multitud de ilotas  que habitamos aquí seríamos capaces de revelarnos como en París  o por el contrario, deberían desmembrar a muchos más.
Espero que pronto coincidamos en las mismas coordenadas y que para cuando leas esto aún esté en tus recuerdos.
Saludos desde Jerusalén.

Gamal214897

lunes, diciembre 22, 2014

EL CORPIÑO

Podía cortar las cortinas a la medida indicada, sin embargo no pudo alcanzar las tijeras del escritorio.
La mano hábil y su callosa paciencia hicieron el resto: puso con cuidado una cinta negra bordeando el final de la falda, a guisa de rosas repartidas en tramos anchos que trepaban hacia la cintura como una espiral que acabo en el centro del vientre.
El corpiño sería entallado, el escote abierto en forma de uve, sin mangas ni otro adorno.
Quizá lo acabase mañana, ya era muy tarde y hacía un buen rato que él estaba en la cama.
Subió los peldaños con suavidad, posando los pies con cuidado hasta llegar al primer piso, busco a tientas la manija de la puerta hasta dar con ella, se frotó sus dientes con un pañuelo una y otra vez frente al espejo dejando las zapatillas a un lado.
“Mañana seremos felices otra vez.”  Pensó cuando la luz del alba, cegándola, no la dejó advertir que él seguía en la cama; quieto y frío.
“¡Ni respira, pobre hombre!” Murmuró para sí, mientras le miraba desde el quicio de la puerta. 
Y volvió a desandar el camino con los mismos modos, maneras, sus zapatillas y media bata negra. Se acercó a la cocina donde bebió un vaso de agua con algo de azúcar sospechando la suerte de sus vecinos, pero no quiso mirar por la vidriera.
No se detuvo, continuó como si no pasara nada, pero cerró los postigos de salón cuando algo o alguien golpeó la puerta. Enhebró la aguja a ciegas y dando grandes puntadas sobre el patrón que la tenía ocupada, cortó y cosió con maestría el corpiño.
Cuando cayó la tarde, abrochó los botones, acabó el vestido:
era perfecto en todo. Sobre sí, frente al espejo, aún más bonito de lo que imaginó; no se calzó pero adornó el pelo con una adelfa del jardín.  Se quedó allí para siempre, mirando el atardecer meciéndose en su balancín.
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El corpiño by María Yolanda Fernández Sadornil is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
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RECUENTO POR NAVIDAD

Recuento por Navidad
Quedaban pocos días para la navidad, había nevado durante la noche y las sirenas de las patrullas locales añadían su frío añil a la decoración local guiando la caravana de ambulancias hacia la rampa de entrada en el servicio de urgencias de la Cruz Roja.  

 Desde las ventanas del hospital, la calle adornada con un tramado de banderines y bombillas de feria, parecía un mal plagio del tablado que el Alcalde contrató, allá por abril, con los pocos fondos que se disponían en las arcas del ayuntamiento.

 Pensó el edil, ese Judas, que estando muy cerca las elecciones ya no tenía más que satisfacer su capricho con una romería de amigos y afiliados que terminaron por rematar la pelota que sacó meses después el Ministerio de Hacienda.

Las deudas acabaron por dejar sin nómina a los empleados del consistorio; al personal sanitario y al cuerpo de bomberos que, ya desesperados, asaltaron el chalé buscando pillar al coleto de marras en un renuncio poco después de que los policías locales cortaran el tráfico, a sabiendas de que ya tenía un billete para volar hasta Cuba.

Le encontraron con las talegas cargadas y algún fajo de cien euros repartido por el equipaje; pero el libro de cuentas, el que le puso tras los barrotes, no apareció hasta que la justicia ordenó un examen puntual del burdel que visitaba con sus cofrades, que desfilaron ante el juez sin la más remota idea de quién era el tipo que les acusaba.

Salieron los priostes del alcalde sin tacha; resultando policías a la par que los bomberos condenados, sin trabajo y arruinados.

Es triste que la piedad se agote, que no puedan vivir de la caridad como hasta ahora, pero el miedo hace fallar la memoria. Ellos fueron los mártires. Ahora nosotros somos las víctimas de un mundo que se desploma y del que solo queda este cortejo de muerte en ambulancias blancas.



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lunes, diciembre 15, 2014

SIN IDA NI VUELTA

                                        
Habían atravesado la capa de nubes y el sol radiante bañaba todo el interior del avión, cuando por instinto desbloqueó su cinturón de seguridad y tomó la mano de su acompañante, un joven músico ucraniano que iba recostado a su lado. Ella, cerrajera de pleitos y pálida pantera, venía mirándolo con rubor desde que antes de embarcar en el aeropuerto de New Hamphsire. El, sin mirarla, musitó, -no hay una sola frontera ahí abajo...- 
Nunca después se separarían, de igual modo jamás volverían a estar cerca. Y sin embargo, aunque la nave nunca llegara a su destino, sus relojes siempre marcarían ya ese mismo instante.

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            SIN IDA NI VUELTA by FRANCISCO JAVIER GIL CONDE 





SIN NOMBRE

¿Por qué volver a casa? 
¿Que la esperaba más allá de una habitación en un piso patera?
¿Qué sentido tenía ir o volver, bajar o subir, morir o vivir? Ninguno.

Solamente podía colorear la vida con recuerdos, ya difusos, mientras caminaba porque a pesar de todo ese frescor del aire húmedo en sus mejillas aliviaba, como un bálsamo, este sinsentido.

Sus fantasmas se quedaron dormidos en los bolsillos, amansados por el cansancio tras una hora de romper charcos y marcar el barro; dejaron los llantos a la sombra de los primeros edificios con sus pies transparentes, adornados con sueños y precios, llenos de reclamos que parecían sedar su hambre y mitigar las penas de la desfallecida mujercita que se enderezaba frente a ellos. 

Ya no se oía el ritmo machacón de la lluvia, ni se azoraba con los esfuerzos de la labor, ahora el silencio armonizaba con ella, con su cuerpo, que recuperaba la entereza de la niñez imaginándose una diosa de grandes ojos y piel rosada frente al escaparate.

Uno, dos, tres, los de siempre. Pero el último era el mejor. Los maniquís alineados tras el cristal parecían tomar vida y respirar o sonreír cuando entreabría la boca para mirar mejor, sus rostros grises y perfectos, impasibles al paso del tiempo y al dolor, apilados, desnudos y sin orden, en un caos que presentía profético.
“Quizá se viva mejor sin corazón.” Se dijo. 
Y siguió caminando hasta la estación.
 El tren de las seis no lleva conductor.


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sábado, noviembre 08, 2014

EL BICI CERDO

Esta es la historia de un niño, su bici y su cerdo.
 No sería un relato singular si cuando llegaron a visitar a su padre; uno de sus amigos no hubiese dado un susto de muerte al cerdito, que corrió espantado hasta que cayó, junto con la bicicleta, dentro de un profundo foso.
 Tampoco hubiera sido noticia, si un mes después no hubiese surgido un raro engendro; mitad cerdo, mitad bicicleta; tan listo como para saber que, como era diferente, debería llegar a la casa de sus dueños por sendas y pasajes.

Aún no se hubiera sabido que, al llegar junto a sus amos, ni el niño ni sus padres quisieron acogerle: le dejaron bajo la custodia de un biólogo que le estudió. 
Quedó el doctor afamado, los dueños ricos; y todos felices y comiendo perdices, menos el bici cerdo, que no sabemos si se murió.

MIGUEL GIL FERNÁNDEZ

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UN CUBITO DE HIELO



Érase, érase

Un cubito de hielo,

Que poco a poco,

Se le iba haciendo un agujero.

Y cuando se derritió,

Vio un pequeño sombrero

Con un alba y un pelo.

Un arcoíris de colores vio luciendo en el cielo.

Nubes de hielo, copos de fuego.

¡Me derrito!

Me dijo el cubito de hielo.

Se mete en la mente

Que me espante,

la misma cara

Ausente, congelada, abobada

Y siempre presente.

Pues un hombre de hielo,

Con piernas ardientes...

 ¡Me derrito!

Al ponerme en el fuego impenitente.

Una luz cegadora me despertó en el cielo.

¿ Quién eres?

Víctor Gil Fernández 
---2006----

sábado, febrero 22, 2014

LA CELDA

Daba cuerda a su reloj pensando que en las últimas visitas no la vio. 
Todas las ideas con las que se forjo caían como un montón de arena cegándole la razón.
Tragó saliva y se dijo que esta vida no era para hombres como él.
Miró la mesa, tan llena de libros, y allí, al otro lado, un papel con nueve cifras. Marcó sin pensar en más.
     – ¿Diga?– Era ella. Sí, sin duda.
Cerró los ojos mientras giraba su alianza en el dedo.
     – ¿Diga?– Repitió.
 Colgó, y la noche en la celda se hizo mucho más fría.

M.Yolanda Fernández Sadornil


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jueves, enero 23, 2014

LA TIJERA

En la alcoba no solo quedaba una tijera oxidada,bajo nuestro retrato estaba
su última carta. Cerré la puerta,di las llaves a los recién casados para
que tiraran todo lo que quedaba en la casa: también la urna con sus cenizas.

María Yolanda Fernández Sadornil



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sábado, mayo 04, 2013

TANGOS GILES.ETERNIDAD DEL INSTANTE PRECISO©


ETERNIDAD DEL INSTANTE PRECISO©
Pianos de cola navegan sobre el instante preciso
potros desbocados buscándose entre las llamas
ni sol ni sombra... agua o arena... piedra o cristal...
sólo las venas, tuyas y mías, nuestros labios, la eternidad

Caracolas de mar varadas en la playa del tiempo
estruendo de búfalos que agrieta la pradera del destino
ni luz ni chispa....mármol o rosa....acero o viento
sólo los brazos, tuyos y míos, nuestras miradas, la eternidad

Relojes blandos derritiendo los acantilados de la historia
lágrimas cautivas en un frasco de nube de infinito
ni coral ni coraza....fuego o metal... fusil o tempestad...
sólo las almas, tuya y mía, nuestros corazones, la eternidad..

Publicado con la autorización de:
Francisco Javier Gil Conde



TANGOS GILES.TALANTE©




TALANTE.©
luces trémulas y besos
parecía la ocasión
le oí decir al pibe
chamuyándole al señor
si los tiempos van cambiando
y ya no sirve ser mejor
y allá de donde vengo
se quedó mi corazón.
Tenés que procurarlo
dar manija a la cuestión
si podés para el mundo
yo me bajo un escalón
desde siempre sólo quise
 a mi pantera
y sólo mi talante se abre paso
entre tanta confusión
Girán sobre la acera los dados del destino
respira, toma aire, saltá por el balcón
bandidos, corruptelas, filigranas de mangantes
brillantes vagatelas, cinismo de salón
que venga dos mil doce
no podrá con nuestro amor
faroles retorcidos, Wall Street y Google chrome
el mundo se ha achicado como un acordeón.
Las calles ya no brillan
el sol ya no es el sol
las noches no te abrazan
el viento dimitió
poné la mano abierta
o reinicia la sesión
que ahora sólo me queda
talantepatirarpalante por tu amor

Publicado con la autorización de 
Francisco Javier Gil Conde 






TANGOS GILES. LUNA NEGRA©

Luna negra.©

decime, noche oscura...
dónde para mi sombra, la extravié....
ya no siento ni mis piernas......
anduve hasta desfallecer.....
perdiiiiidoooooooo
como un preso entre barrotes
y tus besos y tu piel.....
peeerdiidooooooo
entre llamas y recuerdos,
tus perfumes de mujer
cansado de perderte , ............
................ , de no verte cansado
perdido por no verte
ni tenerte a mi lado
perdiiiiiidoooooooo
ya no sé si voy o vengo
...............vas o venís....
perdiidooooooooooooo
ya no sé  la hora que vivo,
ni de qué día, ni qué mes
perdiiiiidoooooooooooooooo
sobre las nubes, los desvelos,
las caricias, los después...




contáme luna negra....
si algún día la tendré
de nuevo y en mis brazos
te lo ruego, escuchame....
perdidooooooooooooooooo
como un potro sin pradera
ni jinete,
 ni estribel
perdiiidoooooooooooooooooooooooo
entre humos y tus labios
tu mirada de pincel.....
cansado de perderte , ...........
................. , de no verte cansado
perdido por no verte
ni tenerte a mi lado
perdiiiiiidoooooooo
ya no sé si voy o vengo
...............vas o venís....
perdiidooooooooooooo
ya no quiero más fortuna
que tus brazos y tu bien
perdiiidoooooooooooooooooooooo
sobre el espejo del tiempo
que no miente, te veré....


Publicado con la autorización de:
Francisco Javier Gil Conde

LOS RESTAVEKS



Se trasladó a Nueva York huyendo del cólera que asolaba de Puerto Príncipe en el año 2012. Llevaba solo unas cuantas camisas, una muda y un par de calcetines que servían de mullida a una vasija vacía en su maleta.
Hougan, era un hechicero vudú que no aparentaba pobreza o ignorancia así que no encontró dificultades para alquilar la planta baja del cincuenta y cuatro Clark St Brook cerca de  Brooklyn. Lo que le trajo hasta aquí fue la idea de que si en  Estados Unidos se creía en zombis como quiso Víctor Halperin, le sería mucho más fácil tener éxito.

Él no era capaz de resucitar muertos, pero sí podía someter sin dificultad a cualquiera; y eso, sin lugar a dudas, podría ser un gran negocio. En Haití la tradición de los esclavos hablaba de criaturas que son devueltas de la muerte, pero en Norteamérica las tres llamadas del hechicero al pie del cementerio se hacían imposibles y ridículas, porque exhumar el cadáver sin que nadie se percatara no era factible e incluso, era peligroso.  Esa fue la razón por la que estudio un método para que la  Ti Bon Ange, el alma de los cristianos y musulmanes, pudiera ser robada y explotada en su beneficio.
No era una idea original: los Restaveks,  niños esclavos Haitianos, eran utilizados desde hacía décadas como servidumbre doméstica en su país; pero  el método era revolucionario y aquí era una novedad con la que podría copar el  mercado.
Y  Hougan quería dinero. Mucho dinero.

El plan consistía en  hacerse con una clientela fiel, y para eso necesitaba apoyarse en la comunidad Haitiana como un primer paso hacia el comercio autóctono. En el consulado le facilitaron la dirección de varias asociaciones culturales que le sirvieron de plataforma para relacionarse con neoyorkinos.
Hubiera podido enriquecerse entre sus paisanos desde un primer momento, pero no le interesaba ponerse en evidencia antes de extender sus tentáculos hasta la clase media-alta de la cuidad. La premisa que seguía consistía en crear una necesidad y más tarde ofrecerse como única solución.
Esperó paciente mientras ampliaba la red de contactos, puesto que todavía le quedaba buena cantidad de dinero en el falsete de la maleta. El adoctrinamiento en los foros  dio su fruto: el cónsul Haitiano fue su primer cliente en New York, a quien exigió como parte del pago por sus servicios, proveerle de  vivienda en una zona residencial de clase media además de un falso empleo como pasante para justificar parte de los ingresos que le procuraría el negocio.

No lo pensó en un primer momento, pero más tarde creyó conveniente asistir asiduamente al bufete, puesto que le daría la oportunidad de recibir en alguno de los despachos vacantes.
 Así lo hizo, el bufete era inmenso y siempre quedaba alguno desocupado.
Las persianas de la oficina estaban echadas cuando el cónsul llegó con uno de sus contactos hasta allí. Se instalaron entre las sombras, desde donde dirigió el foco de la mesa hacia la puerta para evitar indiscreciones por parte de algún curioso.

— Yo soy el Hechicero. —Dijo sumergido en las penumbras. — No me diga su nombre.
Hougan cortó con rápido movimiento un mechón del flequillo del cliente empleando navaja.
— Con esto será suficiente. Ahora hable.
— El nombre del muchacho es Benjamín. —Dijo el interesado, yendo directamente al grano. — Le quiero para mí.               
— ¿Está todo? —Preguntó  el hechicero desde las sombras. — La posesión completa le costará trescientos mil dólares anticipados y doscientos mil a la conclusión. —
— Si, ahí está  todo: la dirección, los horarios de las clases, el nombre de  padres, profesores. Todo. —Aclaró el desconocido — Y el dinero, en billetes usados.
— Venga dentro de un mes. — Le citó el hechicero.
— El treinta y uno de octubre, a las siete. — Puntualizó el cliente, marchándose.
— A las siete, aquí mismo.

Benjamín era alumno en un internado de categoría en la zona alta de Whitehorse,  en Yukón, lo que obligó al hechicero a trasladarse hasta la región noroccidental de Canadá.
A las doce ya estaba su destino. Paró en una cafetería apartada desde la que llamó al colegio para citarse con el jefe de estudios. El pretexto fue breve conferencia sobre la cultura Haitiana que la embajada del país había propuesto al ministerio de educación para su centro.
Esta excusa fue suficiente para entrar en el colegio. Hougan llevaba preparado todo el material: vasija, podré, cucaracha y hasta el librito tradicional, aunque no le hacía ninguna falta.
Estaba  reunido con responsable de estudios tras la conferencia, cuando lanzó el anzuelo con inteligencia.
— Señor Boutier, no deseo molestar, pero me gustaría saludar al hijo de unos amigos que cursa aquí quinto de primaria. — Sondeó Hougan
— ¿De quién se trata? — Le contestó Boutier — Será un placer acompañarle hasta el aula del muchacho.
— Se llama Benjamín, su padre es Neurocirujano en Nevada, se apellida Reyplis.
— ¡Ah! Si, le conozco. Le acompaño.
Llegaron hasta las aulas de primaria. Hougan llevaba la mano dentro del bolso del abrigo, sujetando un puñado de poudré y una cucaracha enorme que se revolvía nerviosa en su mano.
— ¿El señor Reyplis, por favor? —Requirió Boutier desde la entrada.
— Dígame. —Respondió un chavalillo rubio.
— Hágame el favor de salir. — Ordenó el jefe de estudios.
El hechicero extendió la mano libre para saludar al niño, — Hola Benjamín, soy amigo de tus padres. — mientras arrojaba al suelo los polvos y la barata.
El plan se resolvió como Hougan imaginó paso por paso: cuando la cucaracha se hizo visible, el  muchacho la mató de un pisotón, sacudiendo los polvos que  había dejado caer en el piso, y como pensó, utilizó las manos desnudas para recoger el bicho aplastado.
— Voy a tirar esto por el  desagüe. —Anticipó el  muchacho a Hougan  y Boutier con el insecto aplastado colgado de una pata entre el índice y el pulgar.
— Benjamín, ¿te acompaño al baño?—
— Si... Gracias —Contestó educadamente el niño
— No se moleste, Sr. Hougan. —Terció Boutier
  —No es molestia. —Desmereció Hougan, enfilando detrás del muchacho.
Dejaron atrás a Boutier, quien tuvo que atender a un grupo de alumnos que se acercó. Cuando llegaron a los baños, el niño entró en el aseo, el hechicero destapó la vasija frente al muchacho. Benjamín se desplomó en el instante en que el brokor, como también llaman a los hechiceros, cerró la vasija. El mismo dio aviso al jefe de estudios para que atendieran al muchacho, pero no se interesó mucho más cogiendo el primer vuelo para no coincidir con los padres de su víctima.  
Hasta  después de una semana no llamo al jefe de estudios para saber del chico. Boutier le puso al corriente de los hechos: desgraciadamente, después de algunos días murió a consecuencia de un fallo respiratorio.
El treinta y uno de  octubre se cumplieron diez días desde el deceso; el  hombre que le contrató debía dar el siguiente paso. Hougan dio instrucciones al cónsul para que su cliente pagara y convinieran el punto de reunión. Horas más tarde recibió en el bufete un paquete con doscientos mil dólares, así como aviso acerca de dos billetes de avión destino Canadá que recibiría esa misma tarde de manos del taxista que les llevaría al aeropuerto.
 Apenas eran las siete y media cuando llegaron; el camino hasta el cementerio les llevaría tres horas. Para entonces, Brow Ben, un delincuente juvenil que Hougan había reclutado en uno de sus experimentos rituales, les esperaba a la entrada.
Su cliente caminaba unos pasos por delante del hechicero y detrás de Ben, que previamente había forzado la cerradura del mausoleo donde el cuerpo del muchacho había sido depositado.
— Dese la vuelta —Ordenó el  brokor al hombre, — nunca me mire. A riesgo de su vida. —Amenazó, cuando comenzó el ritual.
Hougan puso bajo la nariz del niño la vasija. Inmediatamente, el niño recobró el movimiento y se incorporó, al tiempo que el hechicero le aupaba para sacarle de la caja.
— Nunca le de sal. Volvería a ser normal. — Instruyó al dueño del niño — No se gire ni mire hasta pasados cinco minutos. Nosotros nos iremos. No debe de mirar. Y recuerde, cualquier niño puede ser suyo, sólo me tiene que buscar.
Brow Ben y Hougan salieron antes del cementerio.
 El hombre y el primer  Restaveks Norteamericano partieron mucho más tarde, sin siquiera encender la linterna que les habían dejado.
Esta fue la historia del fenómeno zombi en tierra norteamericana.
El resurgimiento de la esclavitud.
 .

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miércoles, abril 24, 2013

El ALFILITERO

     



Adiós. . . Adiós a todos: a  María, a Piñuela, a la Bermeja. Yo pensaba que todos erais buenos. Os dejo solos con vuestras insidias y con vuestros pequeños egos. De nada sirvió resistir ni callar, porque todos estabais contra mí. Me quemó la culpa y  no me queda paciencia.

Será el cigarrillo mas dulce  el que prenda el tanque de xileno mientras caen los primeros copos para apagarse  sobre el suelo. Moriré como ellos, desnuda, rota, ahogada en el charco de una sola lágrima mientras amanece otro día de invierno.
El primer día que vine, ¡qué ironía! Pensé en la cadencia sorda y fatal con que los penachos cristalinos velaban las luces del invierno; en el color de mi  miedo, en la sombra arcaica que oscurecía el pavimento. Pero que me hubiesen admitido, así, sin acabar los estudios, con solo una llamada del decano al gerente, a mí, que era tan diferente; tan menuda, tan fea y para colmo, tan embarazada; era, sin duda, una señal del destino.
 Me imagino el cotarro; el olor a torrefacto y tabaco mientras las patrañas corrían de los despachos al comedor antes de que  ocuparan en alguna parte, y no  la que fuese, a la intrusa de turno. Me ubicaron en una oficina junto con otros, entre ellos estaba Piñuela, sobrino de mi valedor  y colega de facultad durante unos años; él fue mi único guía durante el primer mes.
El trabajo se convirtió en adición: mientras otros tomaban cafés, yo me esforzaba para  acabar el estudio del microchip antes que  tuviese que coger  la baja. Quería demostrar mi valía y ganarme el sueldo, pero tuve muchos problemas y no llegué: hurtaron  los planos  tantas  veces como  les repetí, taparon la cerradura de mi cajón  con silicona, cascaron mi tarjeta  y hasta usaron mi bata para limpiar el suelo. Quise quejarme al jefe de personal, pero Piñuela me aconsejó que callara y les pagase con la misma moneda. No debí hacerle caso, porque me quedé con las arras en la mano cuando me puse de parto aquella misma semana. 
El verano había cambiado el paisaje de la oficina: tenía compañeros nuevos y Piñuela había sido ascendido a jefe de sección. Pensé que todo iría mucho mejor pero resultó todo lo contrario: me dejó sin trabajo, hasta me excluyó  de  las reuniones y de los cursos de formación. Le hubiera perdonado todo si me hubiese explicado que pasaba, pero no lo hizo, hasta que un día, un viernes a las once de la mañana, en su despacho, recitó como una letanía, todas las  calumnias con las que  otros, y él mismo según creo, me acusaron.
Para lo único que me miró a los ojos fue para decirme que  dejaron esto en dos faltas leves y que gracias a él no me mandaban al paro. No lloré, pero tampoco pude articular palabra.¿Cómo era posible, si él sabía que yo era la víctima? ¿Con qué pruebas me acusaban? ¿Quiénes fueron los traidores?
Leal, una de las nuevas, sacó de la oficina mi abrigo, mis zapatos y una tarjeta de acceso para el almacén de materias primas. Lo tenían todo preparado de antemano. Observar la calma de Leal me dio otra visión de las cosas: ¡me odiaban y les divertía!
—Chica, ven  por favor. —Indicó un vigilante mientras cogía mi ropa  de sus manos.
Fui tras él hasta llegar a un  chabisque de mala muerte. Allí no había nada: ni lavabos, ni aire caliente, ni siquiera un triste taburete. Me quitaron hasta la taquilla, así que todos los días llegaba al almacén  con el buzo puesto y todos los días volvía a casa con el mismo aparejo,  caminando sin mirar mientras notaba el  crujir de las hojas resonando en mi cráneo cuando repasaba, una y otra vez, con cuál de todos los encargos no me llevaría otro sermón.
Dependía de  tres superiores  y nunca estaban de acuerdo entre ellos, recibía órdenes contradictorias e imposibles de cumplir. El resultado fue demoledor, los insultos lo más habitual, perdí mi autoestima, no me podía concentrar, me sentía incapaz de razonar. Tengo que reconocer que pensé que él era el culpable, que era el instigador. Pero ¿Qué iba a hacer? ¿Y si me equivocaba? ¿Y si me estaba volviendo paranoica?
Apenas dormía y descuide tanto a mi hija, que me vi en la obligación de recurrir a la ayuda paterna.  Mi vida era un caos.  Lo peor de todo, es que mi psiquiatra, del que esperaba algo de comprensión, tampoco me creyó: supuso que exageraba y que no era posible todo lo que le conté. No pude darle evidencias, ni impedir que me atiborrara con neurolépticos hasta dejarme sumida en una depresión tan profunda, que tuvieron que  ingresarme durante más de un mes.
Pasó algún tiempo, y los avisos del seguro exigían no agotar los plazos de la baja. Rogué, lloré, pero por más que insistí en el pavor que me causaba la vuelta al trabajo, el psiquiatra pensó que la terapia de choque sería la mejor receta; y ¿por qué no decirlo? Todo le parecía un cuento. La presión insoportable del retorno, sin poder cambiar de vida, sin ninguna salida posible, ha sido la que me ha llevado hasta donde   estoy
Los que me hostigaron fueron culpables. Pero ¿Los que callasteis, los que no me creísteis, no fuisteis acaso sus cómplices?
            — ¡Natalia! ¿No me habías dicho  que recogiste los informes de la presentación? — Le inquirió el director  
              — ¿Es que nunca me dirás la verdad? ¿Por qué te callas, eh? ¡Anda, retira las copias del  informe del microchip y deja esto listo para la próxima reunión!
         — ¡Ahora mismo! Acabo en un minuto. — Le contestó,  buscando con la mirada a su compañera          —¡Mari! ¿Qué haces?
 Natalia, ¿te has dado cuenta que los planos de Piñuela los firma una tal Almudena García?
        ¿Es esa del almacén? ¿La loca que se ahogó sobre el xileno?
        Creo que sí —contestó Leal pensativa. —Pero… En  los otros planos han cambiado la firma… Más nos vale que no digamos nada…Más nos vale.


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viernes, abril 12, 2013

LAS FLORES DE AHUANI ©



Al salir de la estación, sus rizos taheños, mal recogidos bajo el pañuelo, surgieron entre el gentío como el sol furtivo de aquel amanecer lluvioso. La avenida se iluminaba bajo los arcoíris rotos por la danza de los estorninos entre la lluvia, cuando Hine se percató de que su pañoleta se había perdido entre la gente y su melena estaba empapada.
"Sin duda, fue un acierto prohibir mostrar el cabello." Pensó con sorna, al tropezar con las salaces miradas de peregrinos y transeúntes mientras hurgaba en el interior de su bolsito en busca de alguna flor que prender en su pelo.
Sus flores y su perfume la envolvían en un aura que incitaba al deseo. Tenía un cuerpo felino que ungía con aceites de mirto, bergamota y rosas antes de cubrir su desnudez con una túnica de seda española, ceñida y abierta por los extremos hasta dar con un coqueto corazón que le florecía en la cadera. Su aspecto, delicado y sensual, solía adornar los paneles flotantes sobre la calle principal.
 Apenas llegó al estudio de apofengrafía, un mensaje resonó desde su receptor.
—Soy un alma solitaria. — El lamento retumbó en la sala con un eco conocido.
—Soy yo: La sombra esquiva…
—Que sueña contigo…
—Que respira por ti…
— Aun cuando estoy dormido… — gimió.
Sin pensarlo dos veces, cogió su bolsito y salió del estudio camino del terminal donde descargó el mensaje en el servidor del muelle. Marcó su origen en la tarjeta de trasporte y salió de inmediato para coger un elevador privado con destino a los nidos. A lo largo del pasillo donde se apeó, las secciones numeradas se repartían entre entradas y salidas casi idénticas, unas frente a otras, solo separadas por un carril de maniobras. Ante ella, en torno al andén de entrada, el tumulto ondulaba la presión del ambiente con un frenético deambular entre los pasos de embarque. Solo cuando los vagones se llenaron pudo entrever, como si fuera un breve destello, una muchacha híbrida de ojos gualdos frente a sí, que desapareció para siempre entre un enjambre. “Pudiera ser solo una sensación. Pero… si fuera posible; que no lo creo, me vi aquí mismo, esta mañana, en las salidas de los nidos..." La idea la dejó perpleja durante unos segundos.
“Creo que he puesto demasiada Bergamota al aceite“. Pensó y siguió sin parar, hasta dar con la entrada que la llevó hasta la dirección marcada en su receptor. Encontró la puerta entornada, y a él sentado de espalda sobre el diván, sin que nada velara el suave azogue que brillaba sobre su piel.
—Soy yo. — Musitó Hine.
Y avanzando entre cientos de burbujas, quedó únicamente vestida del amor con el que rodeó su pecho; acercándose hasta rozar con sus pezones, lívidos y erectos, los oscuros límites bajo su torso. Sus labios, tibios, dejaron brotar la palpitante calidez que encendería sus vientres sobre las flores de ahuiani que cayeron de su pelo.
Mientras él jugaba con sus rizos, las densas gotas que sus pieles destilaban les cubrieron por completo formando a su alrededor una fina cutícula calcárea que acabó por endurecerse con las primeras luces del crepúsculo. En el interior de la cápsula los fluidos hirvieron hasta que la presión hizo eclosionar el huevo desde donde cayeron bañados en el denso vitelo que les alimentó durante la metamorfosis.
Ahora, él era ella y ella, él.
 El frío de la noche hizo el resto: durmieron abrazados mientras su epidermis mutaba y se definía marcando la madurez sexual. 
El todavía descansaba sobre el diván, cuando la luz de la mañana la despertó. Se deslizó hasta la entrada para recoger las prendas que dejó olvidadas. Ungió su cuerpo, y se vistió mirando embelesada el tembloroso brillo de su espalda. El rumor de la lluvia le recordó que debía cubrir su cabeza antes de salir. Miró por todos los rincones y encontró sobre el suelo, como puesto a propósito, un ramillete de flores de ahuiani anudado con un pañuelo alrededor.
Salió sin cerrar la puerta, ocupada en deshacer el nudo que sujetaba las flores que guardó en su bolsita.
La muchedumbre se agolpaba en los andenes esperando ser los primeros en abordar el vagón cuando las puertas de acceso dejaran un resquicio por donde colarse. Avanzaban, corrían y se detenían, con una frecuencia que modulaba la sonoridad y la presión del ambiente.  Hine trató de zafarse del incesante fluir de gentes, pero quedó cercada entre la salida y la multitud sin que pudiera ver ningún camino alternativo. El estrépito de la llegada anunció la apertura del acceso a los trasportes que despegaron pocos segundos después de que el tumulto fuese digerido por los vehículos populares que tragaban y escupían viajeros al unísono.
Solo quedo frente a ella una híbrida pelirroja que parecía buscar una entrada a los nidos. Su parecido no podía ser casual. Vestía con un traje de seda española y sobre sus hombros caía un torrente de bucles desordenados en los que llevaba prendidos, aquí y allá, lo que parecían pétalos ambarinos.
  

Solo la vio durante un segundo y desapareció para siempre entre un enjambre de transeúntes que se apeaban de regresó al terminal.
—Era yo…
— Señorita Hine-Titama tiene que presentarse en el estudio de Wolfang Pauli. — decretó bruscamente su agenda automática en voz alta.
 Sin pensarlo dos veces, descargó el mensaje en el servidor del muelle y marcó su tarjeta de trasporte, con la que embarcó de inmediato en un elevador privado con destino al origen de la carga.
Al salir de la estación, sus rizos encendidos, mal recogidos bajo el pañuelo, surgieron entre el gentío como el sol furtivo de aquel amanecer lluvioso. La avenida se iluminaba bajo arcoíris rotos por la danza de las parvadas entre la lluvia, cuando Hine se percató de que su pañoleta se había perdido entre la gente y su pelo estaba empapado.

                                                                                                      María Yolanda Fernández Sadornil